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MensajeTema: revista del Consejo General   revista del Consejo General Icon_minitimeVie Feb 20, 2009 9:16 am

Revista "Escritura Pública"
SUMARIO nº 26 - Marzo-Abril 2004


http://www.notariado.org/publicaciones/escritura/?doc=26

Dis-mutualidad

La Mutualidad notarial fue una institución singular. En sus primeros balbuceos subvencionando notarías incongruas y dando auxilios simbólicos a jubilados voluntarios y familiares de notarios fallecidos, rendía tributo a las sociedades de socorros mutuos, aquellas friendly societies que se multiplicaban a comienzos del siglo pasado. Pero el primer impulso serio lo recibió de la Ley de 13 de junio de 1935. También ahí recibió la impronta de su verdadera naturaleza.

Los notarios son y siempre han sido funcionarios públicos y su profesión había sido ideada por la ley como vitalicia. Su ley reguladora, de 1862, anterior al movimiento mutualista, solo para el notario que moría o quedaba inútil en defensa del protocolo preveía pensión, concebida como galardón cívico, similar al que se daba a los héroes de guerra. Cuando el Gobierno de la República, ordenó por primera vez la jubilación forzosa de los notarios a los 75 años sin previa consignación presupuestaria, endosó la carga de atender a los notarios jubilados a los que quedaban en activo ordenándoles que lo hicieran a través de su Mutualidad especial, que, como ha dicho el Consejo de Estado, ha estado sometida desde su creación a un régimen especial y ha constituido una modalidad sui generis de protección a los miembros de la corporación notarial, a la que se confía su propio régimen de derechos pasivos, sustituyendo íntegramente al que en otro caso habría de ser costeado por los Presupuestos Generales del Estado como sucede con los demás funcionarios públicos. Y cuando en 1983, ya después de la Constitución, se rebajó la edad de jubilación a los setenta años, la Ley 29 de 12 de diciembre repitió literalmente el texto de la de 1935 convalidando, ya bajo el hálito constitucional, la especialidad de esta institución.

A pesar de su nombre, nunca esta Mutualidad se ha ajustado al modelo de las mutualidades de previsión social existentes en España. Para los legisladores de 1935 y 1983, sus prestaciones constituían auténticos haberes pasivos sustitutorios de los derechos pasivos de los funcionarios. Nunca y en ningún aspecto ha sido una mutualidad voluntaria ni sustitutoria de nada salvo de una imprevisión presupuestaria. La ley la creó como una institución forzosa y su regulación ha estado siempre excluida de la competencia notarial. La Ley de 1935 ya preveía que sería el Mº de Justicia el que había de dictar las disposiciones necesarias para el cumplimiento de su mandato, y en efecto fue siempre el Gobierno, a través del Ministerio de Justicia el que, sin intervención ni consulta de una inimaginable para el legislador asamblea de mutualistas, dictó su Estatuto, fijó qué parte de las percepciones arancelarias se destinaría obligatoriamente a nutrir los fondos mutuales y dictó los Decretos y Órdenes que creyó necesarios para su efectividad, sin intervención alguna de los notarios. Tampoco el mutualista de esta corporación ha tenido nunca derecho de rescate, recuperación o amortización, ni tampoco recibe en proporción a lo que aporta. Tanto lo que debe aportar como lo que va a recibir en su caso ha sido siempre fijado por la Administración, a través del Ministerio de Justicia.

La Mutualidad era un perfecto mecanismo sustitutorio de clases pasivas que hubiera admitido, de un Gobierno debidamente instigado y alerta, todas las posibilidades de transformación o adaptación a la discordante legislación posterior que ya se barruntaba, correspondiéndole solo a él la responsabilidad de consolidarla o modificarla para que siguiera sirviendo a los fines sustitutorios para los que la ideó. Pero como en su día dijo Chestov las llaves de la institución estaban en poder de quienes sabían dormir o dormían sin saberlo.

Entre todos la mataron...

Y así, sobre esta idílica situación aparentemente consolidada con la ratificación postconstitucional de su singularidad, irrumpió solo siete meses después, el 2 de agosto, la Ley 33/84 de Ordenación de los seguros privados. Esta ley, inspirada en el economicismo entonces imperante y luego en parte fracasado, dio el disparo de salida de una triste carrera en la que todos los participantes, entre los que ya se contaban las grandes multinacionales del sector, tocados de una insania irresponsable, por diferentes caminos y con objetivos enfrentados, acabaron con la institución.

Ciertamente la gestión no se había atenido con ortodoxia a la finalidad sustitutoria del pago de haberes pasivos a los notarios, pues por un lado se había excedido, en aras del liberalismo romántico de la época, en casos y en cuantías, cosa loable sin duda pero desviada de su objetivo, como becas, subvenciones a colegios, auxilios por orfandad, etc., que la acercaban a las cajas gremiales, y por otro su caudal se había engrosado con exacciones graduales de dudosa legalidad impuestas para conseguir finalidades diferentes, como fomentar más atención personal en las notarias. Tampoco la gestión podía presumir de publicidad pues se regía con cierto oscurantismo cuando no con clandestinidad. Todo ello, y algún otro interés a veces inconfesable, sirvió de excusa para desatar una disputa soterrada en la que la parte que inició las hostilidades no tenía por objetivo reconducir a su cauce las aguas desbordadas sino, con propósitos interesados y tomándose la justicia por su mano, abolir la institución. Esto, los clanes con sus disputas, los gestores con su lamentable inacción, la mayoría silenciosa con su inercia, y sobre todo los gobernantes y partidos políticos con su pasividad inconsciente, todos aunados sin saberlo, fueron levantando poco a poco un cadalso donde al final, en el otoño de 1996, en solemne función pública, la mutualidad fue inmolada de forma irremediable. El poco acertado soniquete de una enmienda y el tono subvertido de los partidos políticos que se dispararon tiros cruzados desde la trinchera del oponente, organizaron una trifulca pública y gratuita de la que los medios, saturados de demagogia tópica e infundada, sacaban en grandes titulares conclusiones de privilegios, inexistentes por supuesto, pero que bastaban para imposibilitar de forma irreversible que ningún político en el futuro quisiera asumir el coste de enderezar o dar nuevo cauce a un barco que, ¡tremenda paradoja!, solo el Gobierno fletó en su día por falta de previsión presupuestaria y cuyo timón solo los sucesivos Ministerios de Justicia habían gobernado, al parecer infaustamente.

... y ella sola se murió

Cierto también que las mutualidades de reparto llevaban en sí el germen de un virus autodestructivo, aunque la Seguridad Social no deja de ser un sistema de reparto, pero la legalidad integral de esta institución requería y merecía una salida legal más airosa.

Nuevos años de rencillas e inacción, y más despropósitos interministeriales como que Hacienda amenazara con no permitir desgravar lo que Justicia obligaba a cotizar, degradaron la situación hasta extremos tan desesperados que hoy el Decreto final, 1505 de 2003, que traspasa al RETA a todos los notarios, puede valorarse como un triunfo que evita una bancarrota infamante. Curioso Decreto que, abundando en el carácter singular que el Gobierno siempre ha dado a esta Mutualidad, ha seguido en su línea de no contar con una inimaginable para el legislador asamblea de mutualistas afectados, y que, como ya es habitual cuando no conviene, no ha merecido la más mínima reseña de los medios.

Summum ius, summa injuria

Se ha alegado la uniformidad como suprema razón que justifica la supresión de este sistema mutualista que el propio Decreto liquidador califica de especial, y que Leyes, Decretos, Informes y Dictámenes de Organismos del Estado habían declarado sistema singular sustitutorio del de haberes pasivos de los funcionarios, pues nunca los notarios han perdido esta condición. Pero si la uniformidad es criterio rector del legislador nunca debiera haber existido esta Mutualidad especial que suplía deberes del Estado para con sus funcionarios, y tampoco ahora debiera haber optado por la nueva excepción de excluir otra vez a los notarios del régimen general de sus funcionarios remitiéndolos al de empresarios autónomos.

No cabe duda de que este Decreto aclara la situación de las futuras generaciones de notarios que por un lado se verán liberados de asumir otra hipoteca histórica más, y por otro sabrán a qué atenerse para concertar su previsión social, aunque no menos clara era la situación de los notarios en activo cuado ingresaron y después de haber hecho las aportaciones obligatorias fijadas por Justicia, han visto defraudadas sus expectativas por la actuación persistente del Gobierno, sufriendo un agravio tanto más inicuo cuanto más tiempo han estado cotizando lo que le ordenaban y menos tiempo les falta para la jubilación. Son los sacrificados del derecho transitorio, a los que cualquier reflexión sobre la mutualidad les hace caer en melancolía.

Se acabó. Todo, de principio a fin, ha sido una discriminación negativa con el notariado. Y desgraciadamente ni siquiera servirá para deshacer el tozudo estereotipo que vincula privilegios al simple nombre de notario.
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